Los juegos de Neruda
20 de octubre de 2011Son tres las casas de Pablo Neruda en Chile: la de Isla Negra, la Sebastiana en Valparaiso, y la Chascona en el barrio Bellavista de Santiago. En la dictadura chilena los militares entraron a las tres casas, rompieron gran cantidad de objetos y, una vez más en la historia, quemaron libros en medio de la calle para que todos lo vieran. La Chascona también sufrió varios actos de vandalismo. Alguien tapó la acequia, la casa se inundó y cuando murió Neruda, el 23 de septiembre de 1973, pocos días después de la muerte de Allende (¿asesinato o suicidio?), Matilde Urrutia, su viuda, hizo poner tablones de madera para poder velarlo en la que fue su casa sin hundirse en el barro. De a poco Matilde la fue restaurando y allí vivió hasta su muerte en 1985. Actualmente las tres casas son museos y todo lo que se rescató de los destrozos fue redistribuido entre ellas, no siempre con rigor histórico.
“Chascona quiere decir algo así como despeinada o enredada o enmarañada, y lleva ese nombre porque Neruda la construyó para Matilde Urrutia, su tercera mujer, que tenía el pelo rojizo y muy enrulado”. Más o menos con esas palabras nos recibió la guía que nos iba a acompañar en la visita. Éramos un grupo conformado principalmente por brasileños, argentinos y algunos pocos chilenos. Entrar a la casa del poeta que escribió Residencia en la Tierra y Canto General, produce casi un temblor. Todavía en los jardines la chica nos pidió que prestáramos atención a las rejas de las ventanas: representan dos escudos que Neruda había diseñado especialmente para La Chascona y que se repiten dentro de la casa en cabezales de camas, cuadros, almohadones, tallados en madera, etc. Uno lleva las iniciales de los dos: M y P. El otro es una especie de sol con una cara central y amplios rayos curvilíneos o una flor de grandes y carnosos pétalos, donde rayos o pétalos representan el pelo alborotado de Matilde.
Luego entramos por el comedor a lo que Neruda quería que se pareciera más a un barco que a una casa: ojos de buey, techos abovedados, bancos marineros a un lado y otro de la mesa. Él deseaba que quien estuviera dentro sintiera que estaba en el mar. A mí me daba la sensación de estar dentro de una casa de muñecas. O de haberme metido en el cuento “Gulliver en Liliput”: todo allí es un poco más pequeño que la medida estándar. “¿Neruda era muy bajo?”, preguntó una visitante de estatura normal que apenas pasaba por el marco de la puerta. “No, era bien alto”, dijo la guía, “lo que pasa es que le gustaba jugar”. Y para probarlo nos hizo abrir la puerta de un armario que conservaba la colorida vajilla de la casa y a continuación abrió la otra hoja que, como en las Crónicas de Narnia, era una puerta oculta para pasar a otro mundo. Aunque detrás de esta segunda puerta, en el caso de La Chascona, no había nada que fuera necesario ocultar: cocina y despensa, vajilla, utensilios y el atractivo de un televisor vacío convertido en vitrina de cubiertos. Después de animarnos a una escalera bastante tortuosa, nos encontramos con el escritorio de Matilde y un cuarto de huéspedes. “Pero entonces, ¿por qué ocultar la puerta dentro de un armario?”, preguntó otra visitante. “Porque a Neruda le gustaba jugar”, repitió la guía como si su respuesta se explicara por sí sola.
La parte principal de la casa, la que se construyó primero, es un bloque separado del “barco”, un “faro” con el living en la planta baja y un dormitorio en la planta alta. Sillones de distintos estilos, una mesa apoyada sobre un pie armado con mascarones de proa, cuadros de pintores famosos, tallas africanas y una ventana que en épocas de menos smog permitía ver la cordillera. La construcción, sobre el cerro San Cristóbal, empezó en el año 1953. Cuentan que el arquitecto catalán Germán Rodríguez Arias le había presentado su proyecto orientado al sol y por lo tanto a la ciudad, pero que Neruda le dio vuelta el plano para que la casa mirara la cordillera. Y Martner, el arquitecto que concluyó la obra cuando Arias regresó a Europa, dijo que Neruda podía pedir un ambiente a partir de uno o varios objetos: “Tengo este sillón, este cuadro, y esta ventana, ármalo”. El lugar donde más nos detuvimos fue precisamente uno de esos rincones: frente a un retrato de Matilde Urrutia que firma Diego Rivera. La guía empezó a contarnos acerca de la amistad entre los tres que se forjó en la época en que vivían todos en México, cuando Neruda era cónsul en esa ciudad. “Pero había un problemita”, dijo la chica con una sonrisa cómplice y abriendo aún más sus grandes y expresivos ojos como para dar suspenso a la situación, “que Pablo aún estaba casado con Delia del Carril, su segunda esposa, una mujer veinte años mayor que él”. “Diego Rivera sabía de la relación por eso pintó una Matilde de dos cabezas, una representa a la amante y la otra a la que ella fingía ser delante de Delia y de los que no sabían del romance. Ahora si se fijan en los rulos van a encontrar algo”. Y efectivamente como en esos juegos en que se esconde una figura dentro de otra, en uno de los rulos de Matilde se podía descubrir el rostro de perfil de Pablo Neruda. Las mujeres del grupo pedimos más precisiones. “Su segunda mujer, Delia de Carril, era una escultora argentina de familia de estancieros, muy rica, era discípula de Fernand Léger y estaba muy conectada con artistas e intelectuales de la vanguardia de Paris, lo que le ayudó a Pablo a introducirse en ese ambiente”. Una brasileña insistió con algunas preguntas más. “Sí, Neruda fue construyendo La Chascona mientras estaba casado, al principio él vivía con Delia en la calle Lynch y Matilde vivía sola en esta casa”. Una mujer argentina miró a su marido quien enseguida cambió su sonrisa por cara de circunstancia. La cuestión de género se hizo evidente: las mujeres recelosas, los hombres con actitud de “qué bien la hizo”. Lo que contaba la guía eran hechos descriptivos sobre los que no cabía una mirada moral pero que sin duda inquietaban. El valor vulnerado en el relato no era el amor sino la lealtad. Al encontrar un público interesado por las contradicciones de la vida amorosa del poeta, la guía se entusiasmó: “¿Vieron la película El cartero, que cuenta de los días de un Neruda perdidamente enamorado de Matilde en la costa italiana? Bueno, lo que no se ve en la película es que mientras tanto, para cubrir su salida del país en 1949, acá se quedó Delia haciendo de campana”. Luego de que el presidente González Videla proscribiera el partido Comunista y ordenara la captura de Neruda por haberlo llamado, entre otras cosas, “Rata”, él salió por la cordillera sur hacia Argentina. “Delia se quedó aquí, muy observada por el gobierno, de manera de no despertar sospechas: si ella estaba Chile, pensarían que Neruda también lo estaba. Error, Delia, error”, dijo la guía. “Le gustaba jugar”, le dijo la mujer argentina a su marido por lo bajo, y él asintió resignado. “Pero bueno, Delia se murió a los 104 años, los sobrevivió a todos”, concluyó la chica y nos indicó el camino para seguir la recorrida.
Otra vez salimos a los jardines, subimos y bajamos desniveles, pasamos por delante de un bar donde ya no dejan entrar a los visitantes (colmado de botellas, copas, vasos y adornos frágiles era inevitable que cada visitante con una mochila al hombro rompiera algo) y por fin la sala de lectura compuesta por dos ambientes. El mayor, donde está el que fue el escritorio de Neruda y una biblioteca que no guarda sus libros quemados por la dictadura, sino donaciones posteriores. Una sala más chica, con un cómodo sillón que esta vez en lugar de mirar la ventana mira un cuadro, un retrato muy oscuro, de una mujer robusta vestida de negro. “Neruda lo compró en un remate, pero nunca supo quién era la mujer, lo compró porque era fea”, dijo la guía remarcando la palabra fea como si nos estuviera contando un cuento. “Pablo se distraía con facilidad, pero decía que si estaba leyendo frente al cuadro y levantaba la vista, de inmediato volvía a clavarla en su libro para no ver a esa mujer”. Cuestión de género: hombres, risitas; mujeres, murmullo desaprobatorio.
Fin de la visita. Mientras esperábamos que llegara el resto del grupo que se había demorado sacando fotos en los jardines, me puse a charlar con la guía. Me preguntó por qué estaba en Chile, le dije que soy escritora y había ido a participar a un festival. “¿Y qué escribe?”, me preguntó: “Novelas”, le respondí. “Ah, sí”, concluyó, “acá en Chile son más los poetas, allá en Argentina son más los narradores”. No sé si la frase tiene algún sustento real pero no era la primera vez que la escuchaba. “Por eso los hombres chilenos hablan, hablan pero no dicen nada. Palabras, palabras y no pueden decir una cosa concreta. En cambio los argentinos… a mí me gustan los hombres argentinos”, concluyó.
Salí de La Chascona con la convicción de que para ninguna de las mujeres presentes significará lo mismo releer Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Y con la certeza de que es mejor no saber demasiado de la vida privada de los escritores.
“Chascona quiere decir algo así como despeinada o enredada o enmarañada, y lleva ese nombre porque Neruda la construyó para Matilde Urrutia, su tercera mujer, que tenía el pelo rojizo y muy enrulado”. Más o menos con esas palabras nos recibió la guía que nos iba a acompañar en la visita. Éramos un grupo conformado principalmente por brasileños, argentinos y algunos pocos chilenos. Entrar a la casa del poeta que escribió Residencia en la Tierra y Canto General, produce casi un temblor. Todavía en los jardines la chica nos pidió que prestáramos atención a las rejas de las ventanas: representan dos escudos que Neruda había diseñado especialmente para La Chascona y que se repiten dentro de la casa en cabezales de camas, cuadros, almohadones, tallados en madera, etc. Uno lleva las iniciales de los dos: M y P. El otro es una especie de sol con una cara central y amplios rayos curvilíneos o una flor de grandes y carnosos pétalos, donde rayos o pétalos representan el pelo alborotado de Matilde.
Luego entramos por el comedor a lo que Neruda quería que se pareciera más a un barco que a una casa: ojos de buey, techos abovedados, bancos marineros a un lado y otro de la mesa. Él deseaba que quien estuviera dentro sintiera que estaba en el mar. A mí me daba la sensación de estar dentro de una casa de muñecas. O de haberme metido en el cuento “Gulliver en Liliput”: todo allí es un poco más pequeño que la medida estándar. “¿Neruda era muy bajo?”, preguntó una visitante de estatura normal que apenas pasaba por el marco de la puerta. “No, era bien alto”, dijo la guía, “lo que pasa es que le gustaba jugar”. Y para probarlo nos hizo abrir la puerta de un armario que conservaba la colorida vajilla de la casa y a continuación abrió la otra hoja que, como en las Crónicas de Narnia, era una puerta oculta para pasar a otro mundo. Aunque detrás de esta segunda puerta, en el caso de La Chascona, no había nada que fuera necesario ocultar: cocina y despensa, vajilla, utensilios y el atractivo de un televisor vacío convertido en vitrina de cubiertos. Después de animarnos a una escalera bastante tortuosa, nos encontramos con el escritorio de Matilde y un cuarto de huéspedes. “Pero entonces, ¿por qué ocultar la puerta dentro de un armario?”, preguntó otra visitante. “Porque a Neruda le gustaba jugar”, repitió la guía como si su respuesta se explicara por sí sola.
La parte principal de la casa, la que se construyó primero, es un bloque separado del “barco”, un “faro” con el living en la planta baja y un dormitorio en la planta alta. Sillones de distintos estilos, una mesa apoyada sobre un pie armado con mascarones de proa, cuadros de pintores famosos, tallas africanas y una ventana que en épocas de menos smog permitía ver la cordillera. La construcción, sobre el cerro San Cristóbal, empezó en el año 1953. Cuentan que el arquitecto catalán Germán Rodríguez Arias le había presentado su proyecto orientado al sol y por lo tanto a la ciudad, pero que Neruda le dio vuelta el plano para que la casa mirara la cordillera. Y Martner, el arquitecto que concluyó la obra cuando Arias regresó a Europa, dijo que Neruda podía pedir un ambiente a partir de uno o varios objetos: “Tengo este sillón, este cuadro, y esta ventana, ármalo”. El lugar donde más nos detuvimos fue precisamente uno de esos rincones: frente a un retrato de Matilde Urrutia que firma Diego Rivera. La guía empezó a contarnos acerca de la amistad entre los tres que se forjó en la época en que vivían todos en México, cuando Neruda era cónsul en esa ciudad. “Pero había un problemita”, dijo la chica con una sonrisa cómplice y abriendo aún más sus grandes y expresivos ojos como para dar suspenso a la situación, “que Pablo aún estaba casado con Delia del Carril, su segunda esposa, una mujer veinte años mayor que él”. “Diego Rivera sabía de la relación por eso pintó una Matilde de dos cabezas, una representa a la amante y la otra a la que ella fingía ser delante de Delia y de los que no sabían del romance. Ahora si se fijan en los rulos van a encontrar algo”. Y efectivamente como en esos juegos en que se esconde una figura dentro de otra, en uno de los rulos de Matilde se podía descubrir el rostro de perfil de Pablo Neruda. Las mujeres del grupo pedimos más precisiones. “Su segunda mujer, Delia de Carril, era una escultora argentina de familia de estancieros, muy rica, era discípula de Fernand Léger y estaba muy conectada con artistas e intelectuales de la vanguardia de Paris, lo que le ayudó a Pablo a introducirse en ese ambiente”. Una brasileña insistió con algunas preguntas más. “Sí, Neruda fue construyendo La Chascona mientras estaba casado, al principio él vivía con Delia en la calle Lynch y Matilde vivía sola en esta casa”. Una mujer argentina miró a su marido quien enseguida cambió su sonrisa por cara de circunstancia. La cuestión de género se hizo evidente: las mujeres recelosas, los hombres con actitud de “qué bien la hizo”. Lo que contaba la guía eran hechos descriptivos sobre los que no cabía una mirada moral pero que sin duda inquietaban. El valor vulnerado en el relato no era el amor sino la lealtad. Al encontrar un público interesado por las contradicciones de la vida amorosa del poeta, la guía se entusiasmó: “¿Vieron la película El cartero, que cuenta de los días de un Neruda perdidamente enamorado de Matilde en la costa italiana? Bueno, lo que no se ve en la película es que mientras tanto, para cubrir su salida del país en 1949, acá se quedó Delia haciendo de campana”. Luego de que el presidente González Videla proscribiera el partido Comunista y ordenara la captura de Neruda por haberlo llamado, entre otras cosas, “Rata”, él salió por la cordillera sur hacia Argentina. “Delia se quedó aquí, muy observada por el gobierno, de manera de no despertar sospechas: si ella estaba Chile, pensarían que Neruda también lo estaba. Error, Delia, error”, dijo la guía. “Le gustaba jugar”, le dijo la mujer argentina a su marido por lo bajo, y él asintió resignado. “Pero bueno, Delia se murió a los 104 años, los sobrevivió a todos”, concluyó la chica y nos indicó el camino para seguir la recorrida.
Otra vez salimos a los jardines, subimos y bajamos desniveles, pasamos por delante de un bar donde ya no dejan entrar a los visitantes (colmado de botellas, copas, vasos y adornos frágiles era inevitable que cada visitante con una mochila al hombro rompiera algo) y por fin la sala de lectura compuesta por dos ambientes. El mayor, donde está el que fue el escritorio de Neruda y una biblioteca que no guarda sus libros quemados por la dictadura, sino donaciones posteriores. Una sala más chica, con un cómodo sillón que esta vez en lugar de mirar la ventana mira un cuadro, un retrato muy oscuro, de una mujer robusta vestida de negro. “Neruda lo compró en un remate, pero nunca supo quién era la mujer, lo compró porque era fea”, dijo la guía remarcando la palabra fea como si nos estuviera contando un cuento. “Pablo se distraía con facilidad, pero decía que si estaba leyendo frente al cuadro y levantaba la vista, de inmediato volvía a clavarla en su libro para no ver a esa mujer”. Cuestión de género: hombres, risitas; mujeres, murmullo desaprobatorio.
Fin de la visita. Mientras esperábamos que llegara el resto del grupo que se había demorado sacando fotos en los jardines, me puse a charlar con la guía. Me preguntó por qué estaba en Chile, le dije que soy escritora y había ido a participar a un festival. “¿Y qué escribe?”, me preguntó: “Novelas”, le respondí. “Ah, sí”, concluyó, “acá en Chile son más los poetas, allá en Argentina son más los narradores”. No sé si la frase tiene algún sustento real pero no era la primera vez que la escuchaba. “Por eso los hombres chilenos hablan, hablan pero no dicen nada. Palabras, palabras y no pueden decir una cosa concreta. En cambio los argentinos… a mí me gustan los hombres argentinos”, concluyó.
Salí de La Chascona con la convicción de que para ninguna de las mujeres presentes significará lo mismo releer Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Y con la certeza de que es mejor no saber demasiado de la vida privada de los escritores.
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la palabra escrita y la línea expresan mundos interiores, la crítica hecha comentario tambien es un mundo interior que se anexa. no es un ataque. es un hecho que complementa.