La obstinada felicidad de los otros
Parte de "El amor es eso", un libro de relatos breves e hiperbreves que no suelen superar la carilla y media de extensión, en este cuento el autor se vale de una prosa seca y frontal que desentumece un poco la dormida narrativa francesa actual.
POR Regis Jauffret
Soy profesora de Letras en una escuela privada del centro de París.
Los alumnos son muy alegres, se ríen mucho, y están felices de la vida. Escuchan mis clases en absoluto silencio. Sólo oigo el ruido de las biromes, el de mi voz, y el murmullo de la calle aplacado por los árboles. Son sometidos regularmente a evaluaciones y, aunque los temas sean arduos, en diez años de enseñanza nunca los padres de mi marido nos invitan a cenar, y siempre nos insisten para que vayamos a verlos en familia a la casa que tienen en el campo. Es toda gente acomodada, civilizada, cortés, y como el nivel cultural suele ser imponente, podemos realizar fructíferos intercambios sobre literatura contemporánea o el teatro del siglo XVII. Incluso sucede que improvisamos todos juntos una comedia de Moliere en el jardín.
–Mi marido enseña matemáticas en Centrale.
Tenemos dos hermosos hijos de los que estamos orgullosos. Están destinados a hacer carreras brillantes, e incluso si no influimos de ninguna manera en sus decisiones, creemos que nuestro hijo será cirujano, y que luego de un pasaje relámpago por el mundo de la moda, nuestra hija dirigirá un grupo de prensa estadounidense.
Vivimos en perfecta armonía.
En la casa nunca una pelea, celos o mal humor. Antes de la cena, suplimos muy bien la televisión, pues dialogamos con nuestros hijos. Sólo empleamos frases hechas, maduramente sopesadas, sostenidas por un razonamiento de una lógica impecable. Mientras estén en la primaria se acostarán a las veinte treinta. Cuando ingresen a sexto podrán permanecer más tiempo despiertos para poder, más allá de los deberes, responder por escrito a un cuestionario que nos permitirá desbrozar sus psiquis para que las malas hierbas de la melancolía no impidan que se desarrollen. Nunca dejaremos de considerar todo lo que pueda alterarles el equilibrio o comprometerles la felicidad.
–Cuando están en la cama, comemos verduras al vapor y una ensalada condimentada con una mezcla de aceite de oliva y de colza.
Luego de esta cena liviana, nos instalamos en el living, a un lado y al otro de la mesa de bridge, para discutir sobre nuestra pareja. Nos esmeramos constantemente por mejorar nuestra relación, pues siempre se pueden extender los límites de la perfección. Luego nos sumimos en la lectura de obras de colección, y nos estremecemos de emoción cada vez que damos vuelta una página, de tan sensual que es el papel, como la piel de las partes más íntimas de nuestros cuerpos.
–Alrededor de las veintitrés, nos duchamos por segunda vez en el día.
Y, luego de habernos peinado y perfumado, nos hundimos en la cama. Hacemos el amor sin ningún tabú. Nuestro vínculo se fortalece con el paso del tiempo, y también nuestro deseo de hacer crecer comunes acuerdos con orgasmos que probablemente sobrepasen los de los más intrépidos amantes de la historia. Hay gente frustrada, amargada, envidiosa de las riquezas y de la obstinada felicidad de los otros. Que este testimonio les permita trascender sus miserias interiores y acceder un día a esa indestructible beatitud que será siempre el zócalo de nuestra existencia.
Los alumnos son muy alegres, se ríen mucho, y están felices de la vida. Escuchan mis clases en absoluto silencio. Sólo oigo el ruido de las biromes, el de mi voz, y el murmullo de la calle aplacado por los árboles. Son sometidos regularmente a evaluaciones y, aunque los temas sean arduos, en diez años de enseñanza nunca los padres de mi marido nos invitan a cenar, y siempre nos insisten para que vayamos a verlos en familia a la casa que tienen en el campo. Es toda gente acomodada, civilizada, cortés, y como el nivel cultural suele ser imponente, podemos realizar fructíferos intercambios sobre literatura contemporánea o el teatro del siglo XVII. Incluso sucede que improvisamos todos juntos una comedia de Moliere en el jardín.
–Mi marido enseña matemáticas en Centrale.
Tenemos dos hermosos hijos de los que estamos orgullosos. Están destinados a hacer carreras brillantes, e incluso si no influimos de ninguna manera en sus decisiones, creemos que nuestro hijo será cirujano, y que luego de un pasaje relámpago por el mundo de la moda, nuestra hija dirigirá un grupo de prensa estadounidense.
Vivimos en perfecta armonía.
En la casa nunca una pelea, celos o mal humor. Antes de la cena, suplimos muy bien la televisión, pues dialogamos con nuestros hijos. Sólo empleamos frases hechas, maduramente sopesadas, sostenidas por un razonamiento de una lógica impecable. Mientras estén en la primaria se acostarán a las veinte treinta. Cuando ingresen a sexto podrán permanecer más tiempo despiertos para poder, más allá de los deberes, responder por escrito a un cuestionario que nos permitirá desbrozar sus psiquis para que las malas hierbas de la melancolía no impidan que se desarrollen. Nunca dejaremos de considerar todo lo que pueda alterarles el equilibrio o comprometerles la felicidad.
–Cuando están en la cama, comemos verduras al vapor y una ensalada condimentada con una mezcla de aceite de oliva y de colza.
Luego de esta cena liviana, nos instalamos en el living, a un lado y al otro de la mesa de bridge, para discutir sobre nuestra pareja. Nos esmeramos constantemente por mejorar nuestra relación, pues siempre se pueden extender los límites de la perfección. Luego nos sumimos en la lectura de obras de colección, y nos estremecemos de emoción cada vez que damos vuelta una página, de tan sensual que es el papel, como la piel de las partes más íntimas de nuestros cuerpos.
–Alrededor de las veintitrés, nos duchamos por segunda vez en el día.
Y, luego de habernos peinado y perfumado, nos hundimos en la cama. Hacemos el amor sin ningún tabú. Nuestro vínculo se fortalece con el paso del tiempo, y también nuestro deseo de hacer crecer comunes acuerdos con orgasmos que probablemente sobrepasen los de los más intrépidos amantes de la historia. Hay gente frustrada, amargada, envidiosa de las riquezas y de la obstinada felicidad de los otros. Que este testimonio les permita trascender sus miserias interiores y acceder un día a esa indestructible beatitud que será siempre el zócalo de nuestra existencia.
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la palabra escrita y la línea expresan mundos interiores, la crítica hecha comentario tambien es un mundo interior que se anexa. no es un ataque. es un hecho que complementa.